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Bichos raros con gafas de pasta

La muerte en accidente aéreo de Ritchie Valens, The Big Bopper y Buddy Holly fue la primera gran tragedia del rock and roll.

Buddy Holly

La muerte en accidente aéreo de Ritchie Valens, The Big Bopper y Buddy Holly fue la primera gran tragedia del rock and roll.

Por Diego Manrique, ElPais.com

El 3 de febrero de 1959, se estrellaba una avioneta Beechcraft Bonanza nada más despegar del aeropuerto de Mason City (Iowa). Se mataron el piloto y sus tres pasajeros: el rockero chicano Ritchie Valens, el aspirante tejano The Big Bopper y la mayor estrella, Buddy Holly. 

Fue la primera gran tragedia del rock and roll y pegó fuerte. Poco habituados a la muerte, sus colegas editaron abundantes discos de homenaje. De hecho, el suceso entró a formar parte del mito de una conspiración cósmica contra el rock and roll, que afectó también a Elvis, Chuck Bery, Little Richard o Jerry Lee Lewis. Sirvió como base para la parábola de American pie (1971), del cantautor Don McLean. Y se coló en el cine, ya con resonancias retrogradas. Recuerden a John Milner, en American graffiti. El tipo más cool de la localidad tuerce el morro al escuchar –estamos en 1962- a los Beach Boys y exclama: “El rock & roll está de capa caída desde que murió Buddy Holly.” Y es que se esperaba que Buddy guiara la evolución de la música pop según entraban los años sesenta.

En realidad, y esta es una obsesión personal, solo se entiende cabalmente el progreso de un artista si se conocen las condiciones objetivas en las que desarrolla su labor. Es decir, sus relaciones con la discográfica, el productor, el mánager, la editorial. Holly fue “descubierto” por Norman Petty, propietario de un pequeño estudio donde se sacaba un buen sonido de guitarras eléctricas.

Un tipo con olfato: pocos meses antes, Owen Bradley, uno de los productores más astutos de Nashville, había sido incapaz de encontrar la veta de Buddy. Además, Petty sabía moverse por la industria: consiguió un doble contrato para Holly, uno como solista y otro como parte de su grupo, The Crickets. Fiel al estereotipo del representante estafador, se empeñó en figurar como coautor de las canciones que le traían Buddy y sus compañeros. Fueron presa fácil: le firmaron poderes para que todos los ingresos pasaran por sus manos.

¿Hace falta añadir que poco de ese dinero llegó a los pardillos? Buddy comprendió la inmensidad del latrocinio cuando, en Nueva York, se enamoró de la puertorriqueña María Elena Santiago, que trabajaba en su editorial, Peer Southern Music. Una vez casados, iniciaron el proceso de ruptura con Norman Petty. Que respondió con la artillería pesada de sus abogados, ordenando que cesaran los (escasos) pagos. Holly descubrió que la fama no garantizaba la liquidez.

Así fue como Holly terminó embarcándose en la dura gira Winter Dance Party, cinco artistas que recorrían las zonas más gélidas del país (para hacerse una idea, Fargo y alrededores). Entonces se giraba en autobuses y les tocaron unos autobuses escolares destartalados, donde podía o no funcionar la calefacción. Para ahorrar, evitaban en lo posible los hoteles y dormían en el trayecto entre una y otra ciudad. Hubo bajas por congelación pero lo peor, recordarían, era el hedor. Tras los obligados dos pases de cada noche, hasta los uniformes apestaban.

A Buddy se le ocurrió alquilar una avioneta y ganar unas horas preciosas para pasar por la lavandería, ducharse y descansar entre sábanas. Era una buena idea pero, ay, le tocó un piloto novato. Desde entonces, se especula con lo que hubiera podido ser su carrera. Residente en el Greenwich Village neoyorquino desde 1958, acudía a locales de jazz y folk, quería estudiar interpretación y guitarra flamenca. No imaginen nada transgresor: las últimas canciones que grabó eran baladas, elegantes pero baladas.


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