Esta noche, el Parque Estadio Nacional volverá a vibrar con el rugido de miles de gargantas y un solo grito de guerra: “You know where you are? You’re in the jungle, baby!”. Sí, Guns N’ Roses está de vuelta en Chile. Y aunque han pasado más de tres décadas desde aquel debut inolvidable de diciembre de 1992, sigue habiendo algo casi sagrado en verlos en vivo.
Podríamos decir que se trata de nostalgia. Y claro, hay una dosis de eso. Ver a Axl Rose, Slash y Duff McKagan compartir escenario nuevamente es como reencontrarse con una parte de uno mismo que nunca se fue del todo. Pero lo que pasa con Guns N’ Roses hoy va más allá del recuerdo: es energía real, es química sobreviviente, es rock de verdad.
En una época donde el rock parece vivir más de homenajes que de pulsos vitales, ver a una banda de estadio sonar con la fuerza y el caos que los hizo leyenda es un acto casi rebelde. Axl puede que ya no corra como antes, pero sigue siendo un frontman de raza, teatral, impredecible. Slash, con su Les Paul y su sombrero eterno, no necesita decir una palabra: cada solo es una declaración. Y cuando suenan “Estranged” o “Civil War”, el tiempo se detiene. No hay algoritmo ni inteligencia artificial capaz de fabricar eso.
Ir a ver a Guns N’ Roses hoy no es solo asistir a un concierto. Es participar en un rito colectivo, donde padres e hijos, veteranos del rock y nuevas generaciones, se mezclan bajo la misma bandera sonora. Es volver a sentir —aunque sea por un par de horas— lo que alguna vez significó el rock: peligro, libertad y una buena dosis de sudor.
Puede que el mundo haya cambiado. Pero cuando suena “Paradise City” y el Estadio estalla, no hay pasado ni futuro, solo el presente absoluto de una banda que todavía tiene algo que decir. Porque sí, ver a Guns N’ Roses en vivo sigue importando. Y mientras existan noches como la de hoy, el rock seguirá vivo.
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