El 23 de mayo de 1999, la Kemper Arena en Kansas City fue testigo de uno de los momentos más oscuros en la historia de la lucha libre profesional. Durante el PPV «Over the Edge», Owen Hart, bajo su personaje del “Blue Blazer”, se disponía a realizar una entrada espectacular bajando desde lo alto del recinto, suspendido por un arnés.
Lo que debía ser un momento llamativo para el público terminó en tragedia: un fallo en el equipo de seguridad provocó que Owen cayera desde más de 20 metros de altura, impactando contra el ring. Las lesiones llevaron a que el luchador muriera en el instante:
Lo que sucedió a continuación marcó un antes y un después en la percepción de la WWE y su relación con el bienestar de sus talentos. Mientras Owen era trasladado de urgencia al hospital, la transmisión del evento se mantuvo en pie, y poco después el anuncio oficial de su muerte fue seguido por… más combates. El espectáculo continuó, en medio de un silencio incómodo y rostros perdidos de luchadores que, por contrato y presión, subieron al ring a trabajar como si nada hubiera ocurrido. Jim Ross, después de presenciar aquella tragedia, fue el encargado de decirle a la audiencia que un luchador había muerto.
«El show debe continuar»
La frase «el show debe continuar» cobró un significado sombrío esa noche. Para muchos fanáticos y colegas de Owen, la decisión de Vince McMahon y la directiva fue una traición a cualquier noción de humanidad. Aunque la compañía argumentó que detener el evento podría haber provocado caos en el público presente, la imagen que quedó en la memoria fue la de una empresa dispuesta a anteponer el negocio al duelo por la vida de uno de los suyos.
En las décadas siguientes, la WWE implementó protocolos médicos más estrictos, prohibió maniobras de alto riesgo sin medidas de seguridad extremas y mejoró la infraestructura de protección para sus talentos. Sin embargo, el recuerdo de «Over the Edge 1999» sigue como una herida abierta y como un espejo incómodo cuando decisiones recientes ponen en entredicho la integridad de esos compromisos.
Ecos del pasado
Ese espejo ha vuelto a reflejarse en 2025, con el regreso de Brock Lesnar en SummerSlam, después de las acusaciones de violencia sexual presentadas por Janel Grant. Aunque la naturaleza de la situación es distinta (no hay un accidente mortal ni un riesgo físico inmediato), la lógica que subyace es inquietantemente parecida: la percepción de que, en la WWE, el valor comercial y la atracción de taquilla pesan más que las consideraciones éticas o la imagen pública.
En 1999, la consecuencia fue irreversible: una vida perdida, una familia rota y una comunidad traumatizada. En 2025, el riesgo es diferente, pero igual de peligroso: perder la confianza de fanáticos y patrocinadores, enviar un mensaje ambiguo sobre la tolerancia frente a acusaciones graves, y perpetuar la idea de que el negocio está por encima de todo.
Ambos casos muestran que, pese al paso del tiempo, la WWE sigue enfrentando el mismo dilema esencial: cómo equilibrar el implacable motor del espectáculo con el respeto a la dignidad, la seguridad y la reputación ética de quienes lo hacen posible. No se trata solo de reglas internas o comunicados oficiales, sino de decisiones concretas en momentos de crisis, donde se define el verdadero carácter de una empresa.
La tragedia de Owen Hart (posteriormente la de Chris Benoit) debería haber sido una lección definitiva, un recordatorio de que hay instancias en las que detener el show no solo es lo correcto, sino lo necesario. Y, sin embargo, más de dos décadas después, el eco de aquel «el show debe continuar» todavía resuena, recordándonos que, en la lucha libre profesional, la línea entre el negocio y la humanidad sigue siendo demasiado delgada.
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