Después de ocho años de ausencia (mismo tiempo en que el país vivía los embates del régimen militar), Los Jaivas regresaron a Chile en 1981 con una fuerza renovada, justo cuando el entorno nacional vivía su propio proceso de consolidación política y social.
Aquella noche del viernes 21 de agosto en el Teatro Caupolicán no fue simplemente un concierto, sino un regreso cargado de simbolismo. La formación original de la banda volvía al país con una madurez artística cultivada durante años en el exilio:
Los hijos prodigios regresan a su hogar
Las expectativas eran enormes, fortalecidas por el estreno de su obra maestra Alturas de Macchu Picchu y una gira que ya los había llevado a tocar en el emblemático estadio Obras Sanitarias en Argentina ante miles de personas. En Santiago, la recepción superó cualquier previsión. La prensa (Radio Cooperativa, Radio Carolina y Canal 13) transmitieron el evento como un suceso cultural sin precedentes. El público también respondió con fervor: colas que daban dos vueltas a la manzana, un teatro repleto de jóvenes que no habían vivido la escena rockera previa al golpe de Estado.
Los Jaivas en el Teatro Caupolican (1981)
La primera jornada tuvo un repertorio centrado en temas de El indio y Canción del sur, pero fue el show del sábado 22 el que quedó grabado en la memoria colectiva. Con trece canciones que abarcaron desde lo ancestral hasta lo más contemporáneo, el público respondió arrojando aplausos, vitoreando espontáneamente: «¡Jaivas! ¡Jaivas!», a lo que la banda replicó emocionada: «¡Chile! ¡Chile!».
Una noche que marcó un legado
La atmósfera de esa noche fue profundamente simbólica. La banda interpretó piezas vinculadas a Violeta Parra y Pablo Neruda, artistas fuertemente censurados por el régimen, como «En los jardines humanos», «El guillatún» o la recién estrenada «Sube a nacer conmigo, hermano». El espíritu de liberación se manifestó también en cánticos entre el público como «¡Y va a caer! ¡Y va a caer!», impregnando el ambiente de un aire esperanzador.
Este reencuentro fue interpretado por muchos como el estallido necesario para reactivar la pasión por el rock chileno, antes fragmentado y reducido a circuitos locales. Tal como lo expresó Tito Escárate, músico e investigador, aquella velada definió vidas: «Era otro país y, cuando te topas con propuestas tan poderosas, te tocan profundamente… son capaces de cambiarte la vida».
Desde entonces, esos conciertos han adquirido estatus de mito. Hay relatos sobre botellazos, asistencia masiva, bocinazos y hasta anécdotas sobre infiltrados de la CNI. Y es que esas dos noches simbolizaron una chispa colectiva. La euforia y libertad que marcarían el resto de la década, anticipando el estallido social y cultural que vendría después.
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