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No hay reino para los arrepentidos

En la previa al regreso de Slayer a Chile, Patricio Jara comenta «Repentless».

Slayer trae a Chile el show que promociona su álbum Repentless. Ocurre un año y medio después de haber sido publicado. El detalle, desde luego, no es más que eso: un dato, apenas una marca en el calendario. Lo relevante es que la banda de Tom Araya y Kerry King sigue activa y logró dar forma a un nuevo trabajo sin dos de sus miembros fundadores: Jeff Hanneman y Dave Lombardo.

La historia a estas alturas es vieja y los músicos respondieron oportunamente a todas las dudas de la prensa respecto de los seis años que hubo entre World Painted Blood y este álbum, en el cual, según King, salvo una idea específica de Hanneman en la canción “Piano Wire”, todo es obra suya (en el previo, la música de seis de las once canciones fueron escritas por su compañero).

Pero Slayer es Slayer y acá está. Desde las referencias pictóricas del arte de tapa (tal como Larry Carroll, el artista Marcelo Vasco reinterpreta a Bruegel y al Bosco), hasta el pentagrama y el fuego en modo Hell Awaits, el concepto del disco (al menos en lo gráfico) conserva su imaginario: la gran metáfora del fin del mundo, la poesía del desastre final. Pero en las letras hay cosas nuevas, partiendo por la canción que da título al álbum. King lo dijo: fue lo primero que escribió luego de la muerte de Hanneman y es su homenaje. Aunque también puede leerse como la declaración de principios de un músico insobornable que ha tocado metal por más de treinta años.

Repentless, con el notable aporte instrumental de Paul Bostaph y Gary Holt, mantiene el sonido orgánico que tuvo el disco anterior: guitarras nítidas y una batería que suena profunda, cercana, sin maquillaje. Esto queda en evidencia en los tres momentos que tiene el álbum: la potencia del comienzo, una zona de medios tiempos (“Cast the First Stone”, “When the Stillness Comes”) y el tramo final en que retoma el estado salvaje, especialmente en “Chasing Death” e “Implode”, temas grabados en 2012 y que habían circulado por esas fechas, pero no como adelanto de algo, más bien como una señal de que la banda estaba viva. Y justamente es en estos pasajes en que aparece el mejor Slayer. Sobre todo en “Implode”: pesada al inicio, luego a toda velocidad. Y no sólo eso: Tom Araya cada vez canta mejor, cada vez matiza más, hace más énfasis y dramatiza en los momentos adecuados. La letra es una de las mejores que ha escrito King: está llena de imágenes (“No resurrection of divine, extermination of the swine”) y de guiños a los fans más viejos: (“I’m pretty sure that God still hates us all”).

Es un buen disco. Cada cual podrá situarlo dentro de su propia escala de preferencias. Aunque tampoco nos vamos a engañar: se trata del empeño de dos músicos por lograr lo mismo que antes hacían cuatro.

Lo dijo Brad Angle, editor de Guitar World:

“Es difícil imaginar un mundo sin Slayer”.

Ojalá pasen muchos años para que tengamos que hacer ese esfuerzo.


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